Frontera Cautiva

La historia inconclusa de Javier

Poco antes de ir por última vez a la peligrosa frontera entre Ecuador y Colombia, el periodista Javier Ortega fue informado de la existencia de un canal secreto de comunicación entre la policía de Ecuador y los carteles de la droga. Nunca pudo escribir sobre el tema.

 

 

1 de octubre de 2018

El carnet de prensa de Javier Ortega es la única pertenencia que se halló junto a sus restos en la selva colombiana. Aunque está algo deteriorado es un tesoro para su familia. A su padre, Galo Ortega, no se le ocurrió nada mejor que dejarlo en cloro unos días para quitarle el olor que tenía impregnado. Ese lavado le dio una palidez melancólica, pero todavía se puede ver el rostro del periodista y leer su primer nombre, Juan, como lo llamaba su familia: Juan, Juanito, el más pequeño de la casa.

Las fotografías que aparecen en este texto son un homenaje a la labor de los tres periodistas asesinados en la frontera. Los objetos que ellos tenían en su reportería y fueron entregados a los familiares junto a las notas de Javier Ortega son desenterradas de nuevo como símbolo de su trabajo, junto a las fotografías de Paúl Rivas que intentaban dar luz a una de las zonas más olvidadas del país.

 

La última vez que Ortega vio a su hijo el calendario marcaba el 25 de marzo de 2018 y eran las dos de la tarde de un domingo. “Yo estaba bastante delicado de mi salud, apenas me levanté y le di un abracito. Ese es el dolor que me queda”, se lamenta. “Otras veces le daba un abrazo muy fuerte, la bendición y un besito en la mejilla”.

El padre del periodista se quedó recostado en una butaca en la sala de su casa, aunque no lo sabía en ese entonces padecía el dolor de alojar piedras en su vesícula. Desde allí vio marcharse a su hijo, con el ánimo distinto a otras ocasiones. “Me acuerdo que la puerta estaba abierta y no me regresó a ver, se fue preocupado, lo vi como triste”, recuerda.

Ortega volvería a ver a su hijo junto a sus compañeros del diario y de aquel viaje, Paúl Rivas y Efraín Segarra, en un video que entregó la disidencia de las FARC a la Policía. En ella todavía conservan la ropa con la que habían salido a trabajar, pero ya no tienen sus pertenencias. Están en la mitad de lo que parece ser un campo de sembríos de coca. Javier lleva colgada su credencial de prensa y dice que les están tratando bien.

La última misión del periodista de El Comercio es una historia que se cuenta con las grabadoras apagadas. Las fuentes consultadas para este texto son parte del proceso de investigación del secuestro y han pedido la reserva de su identidad. Las libretas de apuntes y los artículos del periodista permiten completar sus últimos pasos.

Para Javier Ortega era el tercer viaje a la frontera en 2018. En sus artículos anteriores, había escrito de lanchas rápidas cargadas de droga, de la presencia de carteles mexicanos, de los ataques de las disidencias de las Farc y del silencio, como única manera para sobrevivir en la frontera. Pero Javier nunca pudo publicar una información que se hubiera podido volver una de sus grandes exclusivas: la existencia de un canal de comunicaciones secreto entre la policía de Ecuador y el grupo de Walther Arizala, alias ‘Guacho’.

La misión

Javier Ortega tenía 32 años. Había entrado como pasante en un diario local del grupo El Comercio y había ido escalando peldaños hasta llegar a la sección de Seguridad. El narcotráfico y la frontera norte de Ecuador estaban entre sus constantes. Ortega desde que explotó el coche bomba en San Lorenzo -una ciudad de 40 mil habitantes a menos de 25 kilómetros de la frontera-, en enero de 2018, se había propuesto desentrañar el complejo ovillo de relaciones criminales, comunidades pobres y el Estado como factor desequilibrante en una guerra que parece una espiral eterna.

Lo acompañaban en su último viaje, Efraín Segarra, el conductor de 60 años y un veterano de El Comercio. Desde 2013, había dejado de ser empleado del diario, pero con su camioneta con la que seguía prestando el servicio de transporte al periódico. Se había involucrado tanto en la labor periodística que tenía una cámara de fotos y había empezado a hacer sus propias fotos y pedir el visto bueno de sus compañeros.

El tercer integrante del equipo era el fotógrafo Paúl Rivas, de 45 años, otro veterano de El Comercio. Hacía un tiempo se había convertido en el fotógrafo de frontera y estaba muy entusiasmado cada vez que iba. Sus compañeros lo recuerdan como un fotógrafo entrador, que los ayudaba a romper barreras en la reportería. Para el viaje del 25 de marzo, Javier quería alguien como Paúl.

La meta del equipo de El Comercio era entrar a Mataje, un pequeño caserío ecuatoriano que está a unos 100 pasos de Colombia, sobre todo, cuando el río que da nombre a la población se seca en verano. Tres militares murieron el 20 de marzo de 2018 en esa parte de la frontera (un cuarto murió unos días más tarde, en un hospital de Quito) tras la explosión de una bomba. Muchos reporteros querían llegar al sitio del atentado, hablar con los testigos, ver cómo vive la población. Javier también tenía que concentrarse en el despliegue militar y probar si era cierto el rumor de un desplazamiento masivo en el pueblo de Mataje del que ya se hacía eco el periódico público El Telégrafo.

Las alertas al interior del periódico estaban prendidas. Dos días antes de la salida de Javier, otro grupo de periodistas liderado por Fernando Medina acababa de regresar de la región fronteriza con cierta intranquilidad. En una carretera, encontraron un cadáver con señales de golpes en el abdomen, custodiado por cuatro sujetos esquivos que no respondieron ninguna pregunta.

En el reportaje sobre el hecho, que se publicó el 24 de marzo, se dice que estos hombres “eran altos, corpulentos, tenían el cabello rapado y el torso desnudo”. Las voces anónimas de pobladores locales, en el mismo artículo, cuentan que los disidentes de las Farc los tenían amenazados con poner bombas en sus caseríos si ayudaban a los militares ecuatorianos. Para ellos, la aparición del cadáver era una advertencia de lo que les podía pasar.

Estas personas les sugirieron a los periodistas de El Comercio que se identificasen como prensa para que los disidentes no los confundieran con agentes de inteligencia policial o militar. Por esto se mandaron a hacer los adhesivos de prensa que se pegaron en la camioneta para el siguiente viaje. El seguro contra accidentes se había implementado “unas semanas antes”, según afirma Carlos Mantilla, director de El Comercio, sin precisar ninguna fecha concreta. Los chalecos antibalas estaban previstos desde el primer viaje, pero su adquisición solo se concretó para el viaje del 25 de marzo.

No están claras las circunstancias del ingreso de Javier a Mataje, pues la entrada estaba restringida para todo aquél que no fuera miembro de la fuerza pública o habitante. Lo cierto es que él y su equipo pasaron el control militar que está a un kilómetro del caserío alrededor de las nueve de la mañana del lunes 26 de marzo de 2018. Según los archivos desclasificados que ahora tiene la CIDH, los militares hicieron fotos de sus credenciales y los dejaron pasar, supuestamente, con las advertencias de que lo hacían bajo su responsabilidad, tal y como declararon después en la Fiscalía. El contralmirante John Merlo, jefe militar de la zona, también fue llamado a declarar en la Fiscalía para aclarar cómo pasó el periodista. Su declaración se mantiene en reserva.

Los compañeros del periódico saben que Ortega no quería fallar en su misión. En este año, había viajado menos que su otro colega a la frontera y no había tenido mucha suerte con las historias que había traído, según sus propias colegas. Por eso este viaje era especial y tenía la determinación de llegar a Mataje, aunque cada paso que daba lo sometía a consulta con sus compañeros en Quito. Una de las posibilidades que contempló fue entrar por el río Mataje, pero al consultarlo, desistió por el peligro que revestía: es una ruta de combustible, avituallamiento y transporte de droga de los grupos criminales.

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Un ambiente tóxico

Solo dos días antes de la entrada de Javier y sus dos acompañantes a Mataje, el periodista del diario público El Telégrafo Christian Torres también había ingresado al pueblo fronterizo. Pasó el control militar con el argumento de que el contralmirante Merlo había dicho que no existía prohibición expresa para cruzar. La única recomendación de los soldados fue que retirara las placas de color amarillo que identifican a la camioneta de Torres como un vehículo del Estado.

Pero Torres apenas permaneció en Mataje diez minutos. Solo consiguió conversar con un anciano. “Me quedé a cuidar mis animales porque se los pueden comer”, le dijo al periodista y así quedó reflejado en una crónica. Torres no contó, sin embargo, que él y su equipo salieron del caserío precipitadamente cuando una moto con dos hombres a bordo se dirigía hacia ellos. Parecía que llevaban armas ocultas.

Ningún periodista reparó en el ambiente de hostilidad en el que se movían durante sus coberturas en la frontera. En algunas tiendas se negaban a venderles una botella de agua. Los lancheros no querían transportarlos. Algunos escucharon que les gritaron ‘sapos’, el despectivo habitual para los delatores. A otros, les mandaron a decir con niños que ya no grabaran más. Estaba claro que no eran bien recibidos, pero solo tras el secuestro y asesinato del grupo de El Comercio, los periodistas empezaron a compartir estas experiencias y a dimensionar el riesgo.

Muchos periodistas, sobre todo de Quito, llegaron a la frontera después de la explosión de un coche bomba en la estación de policía de San Lorenzo, el 27 de enero de 2018. Era la primera vez que algo así ocurría en territorio ecuatoriano, y todo el país quería entender qué estaba pasando.

Francisco Garcés, de la cadena televisiva Ecuavisa, llegó a Mataje un día después de la explosión del coche bomba. Encontró a un grupo que estaba bebiendo en la calle y ni siquiera respondió a su saludo. Dio una vuelta por el lugar y convenció a una persona para ser entrevistada, pero en media grabación un joven se acercó e intentó quitarle la cámara. Luego varios hombres rodearon a Garcés y lo amenazaron: “Tienen cinco minutos para salir, de lo contrario no respondemos”.

En medio de este difícil ambiente de trabajo, el equipo de El Comercio fue uno de los que más presencia tuvo en la frontera luego de la explosión del coche bomba. Javier Ortega y su compañero de la sección de Seguridad, Fernando Medina, recibieron el encargo de contar todo lo que pasaba. Hicieron relevos para desgranar el quehacer de los grupos armados. Dieron con locales comerciales en poblaciones fronterizas donde se vendían joyas con precios que sobrepasaban los 1.400 dólares, escucharon la anécdota sobre las 150 botellas de whiskey, tequila y ron vacías que costaban entre 180 y 200 dólares y que se consumieron en la fiesta de un supuesto narcotraficante. Publicaron más de 20 reportajes desde la frontera en los primeros meses de 2018.

Según conversaciones con colegas de Javier, jamás se sintió intimidado, siempre se manejó con tino y avanzó hasta donde los lugareños le dijeron que era seguro. “Usted puede pasar a Puerto Rico, pero que lo dejen volver acá es otra cosa”, le dijo un habitante de Corriente Larga, otra pequeña población fronteriza con Colombia. “Ellos no los conocen. De pronto les amarran mientras averiguan quiénes son ustedes”, le soltó una mujer.

Todas estas voces están incluidas en un reportaje que publicó el 25 de febrero, en el que también identificó a los tres grupos armados que operaban en el lado colombiano de la frontera: el Clan del Golfo, las Guerrillas Unidas del Pacífico y el Frente Oliver Sinesterra, la organización que lo secuestraría exactamente un mes después.

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Las libretas de Javier

En las casi 30 libretas de Javier que el periódico entregó a su padre se lee a un periodista meticuloso: apuntaba toda la información de contexto que necesitaba para sus reportajes y solía hacer listados de las fuentes que debía consultar. También escribía preguntas, quizás las que iba a hacer a sus entrevistados o las que marcaban el eje de sus notas.

En una de sus libretas, donde están los apuntes que hizo en septiembre de 2016, durante la décima conferencia de las FARC, en los Llanos de Yarí, Colombia) habla de la rendición de la guerrilla y escribe en una hoja suelta:

“¿Puede haber recrudecimiento de la violencia?”

Dos años más tarde, él sería parte de la respuesta.

Los cuadernos de Javier tienen apuntes sobre el narcotráfico, sobre la construcción de submarinos para los carteles en el pueblo de Palma Real, sobre las embarcaciones con doble fondo para llevar cocaína, sobre los envíos que salen en la noche equipados de GPS, sobre los pescadores que hacen de ‘campaneros’, aquellos que dan alertas. Buena parte de este material vio la luz apenas dos semanas antes de su secuestro, cuando escribió sobre la droga oculta en playas ecuatorianas, el paso de lanchas rápidas que llegan en la noche a recoger los cargamentos y el rol de algunos habitantes de la frontera como informantes de los grupos irregulares.

Una de las personas que entrevistó le explicó: “Les pagan un millón de pesos (350 dólares) para que les avisen quiénes llegan o si alguien les denuncia. Incluso ellos ya deben saber que usted estuvo aquí”.

También tenía información de los cárteles mexicanos. A finales de febrero informó – a través de Facebook Live – sobre las actividades del Cartel de Sinaloa de México, que contó “tiene injerencia en Nariño (Colombia)”, y añadió que “algunos delegados del cartel podrían estar operando en zonas fronterizas ecuatorianas”.

Pero a Javier le quedó pendiente desvelar el canal de comunicación que la Policía del Ecuador había abierto con las disidencias de las FARC, una información que habría podido convertirse en una de sus mayores exclusivas.

El chat secreto

Esta alianza periodística ha comprobado que el periodista ecuatoriano fue alertado por una fuente suya de los chats que mantuvo el mayor Alejandro Zaldumbide -hoy incluido en varios procesos por el secuestro y la muerte de los tres periodistas- con los miembros del Frente Oliver Sinesterra.

A la vuelta de su último viaje, debía tirar de este hilo para contar aquella historia que a la postre ha mostrado las amenazas que se cernían sobre la frontera y la población civil. Sus compañeros de trabajo estaban al tanto de la existencia de este canal secreto de comunicación, pero desconocían su contenido.

Uno de ellos —que prefirió el anonimato— lo compartió en medio de la turbación que generó el primer comunicado del Frente Oliver Sinisterra, que llegó el 11 de abril y confirmó el asesinato del equipo periodístico de El Comercio. El documento, firmado en las montañas de Colombia, revelaba que “llevaban dos meses de dialogo por teléfono” con un representante del Ministerio de Interior.

Esta alianza periodística ha comprobado que el canal de comunicación entre la Policía ecuatoriana y los disidentes colombianos efectivamente se abrió casi dos meses antes del asesinato de los periodistas.

El mayor Alejandro Zaldumbide, destinado a trabajar en la frontera desde 2016, recibió la primera llamada de los disidentes el 20 de febrero desde un número de teléfono ecuatoriano. Era la voz de un hombre con acento colombiano que se identificó como miembro de las FARC y pedía el retiro inmediato de las Fuerzas Armadas del Ecuador de la frontera.

Unos días después de este primer contacto, el oficial fue autorizado por el subdirector general de Inteligencia, Mauro Vargas, para abrir el canal de comunicación y ganar tiempo. En al menos 18 partes informativos (que están en la Fiscalía), Zaldumbide detalla los mensajes que intercambió con los disidentes entre febrero y abril pasados.

En unos hablaba con un miliciano identificado como Andrés Sinisterra y en otras, supuestamente, con Guacho. Una y otra vez los disidentes pidieron que se liberaran tres hombres detenidos en Mataje el 12 de enero y que Ecuador se desentendiera de los acuerdos firmados con Colombia para la lucha contra el terrorismo. En varias ocasiones el mayor Zaldumbide les ofreció hablar con sus superiores y también prometió buscar un delegado del gobierno para que se reuniera con ellos, pero esto no ocurría, y los ánimos se exacerban más a medida que transcurrían las semanas.

 

Los mensajes que se enviaron en marzo, semanas antes del secuestro de Javier, tenían un tono cada vez más amenazante. Hablaron de atentar contra civiles en la frontera. El allanamiento de la casa de la madre de Guacho, ocurrido el 16 de marzo, lo alteró. «Por cada cosa que se le robaron a mi familia le voy a mandar hacer un atentado, hasta por lo mínimo que se hayan llevado», afirmaba en un mensaje cargado de insultos y faltas de ortografía (en este texto han sido corregidas para facilitar la comprensión del mensaje). «Píntela como sea. Ya estoy perdiendo la paciencia y civiles que le coja en la frontera se los mato (…)»

Zaldumbide le prometió gestionar la reunión, pero sin resultados. Las amenazas continuaron. Prácticamente Guacho, o quien hablaba por él, anunciaba cada atentado que iba a hacer mediante el canal de comunicación. Pocos días antes del secuestro de Javier, Paúl y Efraín, miembros de inteligencia de la policía tenían conocimiento de que los civiles estaban en la mira de Guacho. Los policías también sabían, según un informe de Inteligencia hecho en febrero, que Guacho tenía dos casas de descanso en el pueblo de Mataje. Esta información que tampoco se compartió con los periodistas que se aventuraron en la zona.

El 26 de marzo, sobre las 5 de la tarde, el mayor Zaldumbide fue la primera autoridad en conocer la noticia del secuestro por el chat secreto. Precisamente, por el mismo canal de comunicación del que Javier tenía información. Nuevamente corregimos las faltas de ortografía para facilitar la comprensión del mensaje: “Hola. Hola. Nunca me vas a aceptar lo que le informo. Tengo 3 personas retenidas ecuatorianas. 2 periodistas de Quito y el chofer. En sus manos está la vida de esas personas. Hola. Hola. Que más cuenta. En 10 minutos tengame respuesta o desaparecerán esos señores”. Una foto de los tres acompaña este mensaje.

Luego de esto y por recomendación de la Unidad Antisecuestros de Ecuador se abrió un segundo canal de comunicación que fue liderado por un funcionario del Ministerio de Interior, Carlos Maldonado. Este siguió un libreto para conseguir la liberación, que resultó inútil como ya se sabe. El mayor Zaldumbide dejó de hablar con los disidentes, pero el 15 de abril recibió el último mensaje de los miembros del frente Oliver Sinisterra. La confirmación de otro secuestro: el de Oscar Villacis y Katty Velasco, una pareja de comerciantes que – como Javier, Paúl y Efraín – fueron asesinados en las selvas de la frontera. Tres días después, según la información de la Fiscalía, Zaldumbide entregó su teléfono para las pericias necesarias.

Seis meses después del asesinato de los tres periodistas, las pistas son difusas. Una de las hipótesis de la Fiscalía en Ecuador es que Javier entró a Colombia para entrevistar a Guacho. Sin embargo, El Comercio lo rechaza y espera el informe final de la investigación.

César Navas, entonces ministro de Interior y quién dirigió el comité de crisis creado tras el secuestro, dijo, en una entrevista a plan V publicada el 28 de mayo del 2018, el que no conocía el detalle de las comunicaciones del mayor Zaldumbide y Guacho. El oficial, así como su superior el exjefe de inteligencia Pablo Aguirre, fueron trasladados de sus unidades operativas y fueron llamados por la Asamblea Nacional para que se expliquen sobre el chat.

Entre tanto, las familias de los tres periodistas, se aferran a la poca información que les entregó el gobierno y a un par de objetos, desgastados, que emergieron de las tumbas de sus seres queridos. Siguen de cerca la investigación que lleva la Fiscalía y la CIDH -que está recopilando datos en Ecuador y Colombia. Todavía no les entregan las pertenencias que hallaron en la camioneta abandonada en Mataje y que corresponde a casi todo el equipo de fotografía de Paul Rivas: lentes, baterías, una computadora, y a los documentos del conductor Efraín Segarra. Tampoco tienen la ropa que los tres dejaron en el hotel de San Lorenzo.

Su padre dice que no tenía grabadora, porque todo lo registraba en su celular, uno nuevo que se compró 15 días antes del viaje, y que aparte de eso solo llevaba una libreta de apuntes en la mochila negra que llevaba a todos lados. Ningún de los objetos apareció. De su última misión, solo quedó su carnet de prensa.

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